martes, 30 de junio de 2009

Mis vacas, mis nubes...

Yo era pequeño. No recuerdo la edad, tal vez cinco u ocho años, pero era pequeño. Vivía en San Gregorio, en la casa de Papá Covito y Mamá Toyita. En ese tiempo le llamábamos Tecalco, palabra náhuatl cuyo significado, lamentablemente no lo sé o lo he olvidado. Es lo mismo.

Teníamos dos vacas, –madre e hija- las dos pintas, las dos negro y blanco, las dos sin cuernos, las dos con hambre. Papá Covito y yo, después de desayunar, nos íbamos a Tlalzaltenco, otro nahuatlismo del cual también ignoro el significado, a traer a las vacas -ahí vivían- y después de desatarlas, enfilábamos a San Sebastián.

San Sebastián eran dos chinampas, en las cercanías del pueblo, propiedad de Papá Covito, que llegaban casi desde la “Carretera Nueva” hasta el canal.

Nos íbamos por la vereda, a veces por la de “arriba” y en otras por la de “abajo”. Una y otra nos llevaban a las dos chinampas.

Papá Covito me dejaba ahí, a cuidar a mis vacas, a mis dos vacas. Ahora pienso qué era lo que cuidaba: a los animales o a las verduras y maizales para que no fueran comidos por las vacas. O acaso para que no se las robaran.

En ocasiones tomaba una cañuela o una vara para espantarlas para que no dañaran a nuestros sembradíos o a una propiedad ajena con también maíz o verdura. Nunca les pegué, solo las espanté.

Era bonito estar inmerso en el campo, a veces todo verde, contrastando con el negro y blanco de mis animales, mis queridos animales.

En ocasiones –tal vez muchas- me echaba sobre el pasto, con mi rostro hacia arriba, cruzaba las manos sobre mi nuca, pretendiendo tal vez que fuera una almohada, no tan dura como la tierra, mi tierra. Ahí, con la cara al cielo, me disponía a ver el paso de las nubes, a veces blancas, a veces grises, a veces casi negras, del negro de la lluvia.

Casi todas -sobre todo las blancas- hacían figuras hermosas, fantasiosas. Casi todas tenían forma y si no la tenían, por lo menos existían ellas: las nubes. Entonces, esperaba yo pacientemente a que la nube tomara la forma de un algo: un señor, a veces con bigote, -como Papá Covito- un perro, la cabeza de un león,–como los que yo veía en el circo- un dragón, -que no conocía pero lo imaginaba- una oreja, una cara cerrando un ojo, un caballo, un ente que solo yo conocía, en fin, mi imaginación era activada, muy activada para buscar y encontrar la figura que se había formado.



A veces de una forma, se hacía otra y otra y otra y otra, terminando casi siempre en lo obvio: otra nube.

Mis vacas seguían pastando. No se llenaban. Mis animales seguían comiendo.

En tanto, mi mente se enriquecía buscando las formas a las nubes.

El pasatiempo llegaba a su final, cuando los animales pintos que estaban a mi cargo, se aproximaban a las lechugas o a los maíces todos verdes o todos cafés de lo seco del rastrojo.


Mi juego llegaba a su fin. Me iba con ellas, tal vez buscando otro juego, otra forma de pasar el tiempo.

Llegaba Papá Covito. Era hora de volver a casa. Seguramente ya estaba la comida hecha por Mamá Toyita. A casa de las vacas primero, a la de nosotros después.

Ya no cuido vacas. Ya casi no hay vacas en San Gregorio. Había muchas. Casi todas pintas. Casi todas negro y blanco, blanco y negro.

Ya casi no hay maizales. Había muchos.

Si hay nubes, todas las nubes. Ya casi no volteamos a verlas, tal vez no tenemos tiempo, tal vez ya no hagan señores ni leones, ni bigotes, ni perros…

Gracias a las nubes… Me hicieron crecer en mi imaginación.

Gracias a mis vacas… Me hicieron crecer –al menos eso creo- en una responsabilidad.

Ya no hay vacas… Ya no se ve a las nubes…

Los tiempos cambian…

martes, 23 de junio de 2009

¿Estrés o enojos...?

Hace algunos años acudí a la Clínica Narvarte, del ISSSTE -mi clínica- por supuesto, a consulta. Estando ya con mi doctora le comenté algo sobre lo que tenía cierta inquietud: mi mamá había fallecido de cáncer en el páncreas; mi papá también había tenido la misma enfermedad, sólo que en el estómago, también causándole la muerte.

Eso era motivo de preocupación mía, porque obviamente yo soy propenso a tal enfermedad.

Después de auscultarme y después de una, dos o tres consultas, decidió enviarme a una Clínica de Especialidades. Me correspondía la Clínica Churubusco.

Inicié, pues los tediosos trámites y tras esperar algún tiempo, -dos o tres meses- llegué ya a Gastroenterología, con mi médico especialista. Le comenté a él también mi inquietud, de la posibilidad de tener yo la enfermedad, causa de la muerte de mis padres, mis queridos padres. Él me dio medicamentos, me mandó estudios, sacar citas para éstos, esperar, llevar los resultados, la cita con el médico, leer –o medio leer mi expediente- y que otro estudio… y que ahora cita con el doctor, medicamentos y… bueno pasó mucho tiempo, muchos meses, acaso años.

El diagnóstico era: esófago de Barrett. Entendí que era muy probable que después eso, se convirtiera en lo más temible para mí: cáncer.

Al fin, el médico de la Clínica de Especialidades decidió enviarme a hospital, porque según él, era conveniente, o mejor dicho, necesario someterme a una intervención quirúrgica. Fui remitido al Hospital “Dr. Darío Fernández Fierro”, sito en Barranca del Muerto. Así lo conocemos: el Hospital de Barranca.

Para mí, fue muy triste y lamentable escuchar esa noticia.

Volver a tener otra operación, acaso tan complicada como las anteriores, volver a un hospital, ver enfermos en sus camas, enfermeras, agujas, -aún hoy me dan temor- médicos, algunos de ellos no muy profesionales, - como el “Doctor Chapatín” del Hospital “20 de Noviembre”- a más del riesgo, poco o mucho que ello implicaba. Todo eso me hizo pensar infinidad de cosas, casi todas malas, nefastas, tal vez ya no tolerables por mí.

Todos esos pensamientos causaron en mí una depresión muy grande. Las lágrimas afloraron a mis ojos y más aún, porque en ese momento y los subsecuentes, no sentí el apoyo de las personas que están conmigo en casa o fuera de ella.

Cuando alguien vio mi depresión o se enteró de mi estado de salud, ahora sí, efectivamente, me llegaron muestras de cariño, de afecto, de amor, de apoyo de algunas personas: échale ganas, todo va a salir bien, no te preocupes, estoy contigo, en fin, todo lo demás que se pueda imaginar.

Mi estado de ánimo empezó a cambiar. Mis pensamientos ya no eran tan desagradables, tan pesimistas, tan negativos.

Empezaba a digerir lo que estaba ocurriendo.

Seguí pues con mis consultas externas ya en el hospital, pensando que todo ello estaba encaminado a mi intervención quirúrgica.

Después de estudios, análisis y más consultas, me reafirmaron que dicha operación se debía realizar. Me pasaron ya con el médico cirujano, tal vez aquél que me iba a operar.

Para estos momentos, para estos días, para estas semanas y acaso para estos meses, mi mente ya estaba diferente. Yo ya había digerido el hecho de que si era necesaria o conveniente esa operación, debía realizarse y todo estaría en Manos de Dios, de mi Niño Dios.

Creo y casi estoy seguro, de que mi depresión había bajado enormemente.

Hace algo más de un mes, estando en la computadora escribiendo, sentí un mínimo adormecimiento en mi brazo derecho. A los pocos días, sentí mareos instantáneos -ahí mismo, en el banco de la computadora- y ya después, un poco más preocupante, empecé a sentir hormigueo en mi rostro. Posteriormente, cierto tic en la parte baja de la mejilla izquierda.

Al otro día, el hormigueo de la cara prácticamente duró todo el día, aún no estando en la computadora.

Me preocupé un poco más y solicité cita con el Dr. Rodríguez, el neurocirujano que me atendió en mi última operación y que hasta hoy me hace el favor de atender.

Yo pensaba que todo era a causa de la computadora, por el movimiento que hacían mis ojos sobre el teclado buscando las letras adecuadas y voltear a ver al monitor para ver si lo escrito era lo que decía mi cuaderno o mi borrador de lo que yo pretendía hacer.

La opinión del Dr. Rodríguez no coincidía con nada de lo que yo pensaba que era la causa de mis malestares. No, no era el hecho de estar trabajando frente al aparato. No.

El punto de vista del doctor, era que yo tenía simplemente estrés, mucho estrés.

Sería posible que la opinión dada en el hospital, mi próxima operación del supuesto esófago de Barrett, fuese la causa de mi preocupación, de mi estado de ánimo, de mi estrés, de mis enojos, que tal vez o mejor dicho, habían aumentado.

Sí, así era, ya estaba más irritable.

Yo pienso, yo creo, que la operación no es la causante de mi estado de ánimo, de mi estrés. Pienso, creo y casi lo afirmo, que ese problema ya lo he digerido, ya lo he asimilado.

Quiero pensar que mi estado de ánimo se debe a otra causa muy diferente. Yo pienso que mi edad, -sesenta y cuatro años y contando- también es motivo de mi estado. Mi irritabilidad, que desde hace mucho tiempo existía, parece ser que fue aumentada, según lo que yo he vivido, a partir de mis intervenciones quirúrgicas cerebrales.

Creo que el estar viejo ya implica muchas cosas, al menos en mi caso, o mejor dicho, en mi caso.

En los cursos a los que he asistido de “Cuidadores de Ancianos” aprendí –se supone- algunas cosas para mí importantes. Entre ellas, que a los viejos, a los ancianos, ya no se les atiende, al menos como antes. Creo que por ahí anda mi posible estrés.

Aprendí también –se supone- que los viejos, que los ancianos, son chantajistas. Creo que no es mi caso. No es mi caso.

Pero creo que sí es mi caso el hecho de que no se me atienda, no se me entienda, no se me obedezca, no se me escuche, o se finja no escuchar o efectivamente, que no se me escuche, o se me escuche, pero se haga otra cosa diferente. En ese caso, por favor, decir que no se escuchó, que no se entendió sería lo más cómodo para todos, sobre todo para mí. Quisiera aclarar el término “atienda”: atienda, como sinónimo de entender.

Intentaré explicarme:

-Levanta el vaso… Levanta el vaso… levanta el vaso.

-Levanta el vaso… Por favor, el vaso… Levanta el vaso… Por favor…

Y no se atiende, o se atiende al revés, o no se entiende, o se hace una parte, en fin, no se hace.

En los talleres o cursos aprendí, -se supone- que hay tres formas de solucionar:

---Levanta el vaso. Levanta el vaso por favor. Y no se hace caso. ¡Pues levántalo tú!

---Levanta por favor el vaso. Levanta el vaso. Y no se hace. ¡Pues que no se levante!

---Por favor levanta el vaso. Levanta el vaso. Ese vaso, levántalo. Levanta el vaso. Levanta el vaso. Por favor, el vaso. El vaso. Levanta… Y no se hace… ¡Ni se va a hacer!

Sigue insistiendo, pero no se va a hacer. Tú, solamente tú, te estás perjudicando. Tu cuerpo lo va a resentir: tu hígado, tu mente, tu enojo, tu comer, tu estómago, tu riñón, tu bilis, tu…

Entonces, -igual que creo que todos ustedes lo harían- he optado por la primera y segunda opciones. Aunque, a decir verdad, mi enojo está ahí, pero… bueno, siento que mi enojo, al no insistir en tantas ocasiones en lo mismo, no aumenta.

La impotencia que se siente es enorme, al no ser atendido, al no ser obedecido.

Es triste… puede originar depresión… puede originar estrés…

¿Enojo… estrés… impotencia…? No lo sé. Sólo sé que es parte de la vida…

Así pues, adelante, esa es la vida, esta es la vida, ese es el paso de los años…

Los años del anciano cambian…

Los tiempos cambian…