Yo era pequeño. No recuerdo la edad, tal vez cinco u ocho años, pero era pequeño. Vivía en San Gregorio, en la casa de Papá Covito y Mamá Toyita. En ese tiempo le llamábamos Tecalco, palabra náhuatl cuyo significado, lamentablemente no lo sé o lo he olvidado. Es lo mismo.
Teníamos dos vacas, –madre e hija- las dos pintas, las dos negro y blanco, las dos sin cuernos, las dos con hambre. Papá Covito y yo, después de desayunar, nos íbamos a Tlalzaltenco, otro nahuatlismo del cual también ignoro el significado, a traer a las vacas -ahí vivían- y después de desatarlas, enfilábamos a San Sebastián.
San Sebastián eran dos chinampas, en las cercanías del pueblo, propiedad de Papá Covito, que llegaban casi desde la “Carretera Nueva” hasta el canal.
Nos íbamos por la vereda, a veces por la de “arriba” y en otras por la de “abajo”. Una y otra nos llevaban a las dos chinampas.
Papá Covito me dejaba ahí, a cuidar a mis vacas, a mis dos vacas. Ahora pienso qué era lo que cuidaba: a los animales o a las verduras y maizales para que no fueran comidos por las vacas. O acaso para que no se las robaran.
En ocasiones tomaba una cañuela o una vara para espantarlas para que no dañaran a nuestros sembradíos o a una propiedad ajena con también maíz o verdura. Nunca les pegué, solo las espanté.
Era bonito estar inmerso en el campo, a veces todo verde, contrastando con el negro y blanco de mis animales, mis queridos animales.
En ocasiones –tal vez muchas- me echaba sobre el pasto, con mi rostro hacia arriba, cruzaba las manos sobre mi nuca, pretendiendo tal vez que fuera una almohada, no tan dura como la tierra, mi tierra. Ahí, con la cara al cielo, me disponía a ver el paso de las nubes, a veces blancas, a veces grises, a veces casi negras, del negro de la lluvia.
Casi todas -sobre todo las blancas- hacían figuras hermosas, fantasiosas. Casi todas tenían forma y si no la tenían, por lo menos existían ellas: las nubes. Entonces, esperaba yo pacientemente a que la nube tomara la forma de un algo: un señor, a veces con bigote, -como Papá Covito- un perro, la cabeza de un león,–como los que yo veía en el circo- un dragón, -que no conocía pero lo imaginaba- una oreja, una cara cerrando un ojo, un caballo, un ente que solo yo conocía, en fin, mi imaginación era activada, muy activada para buscar y encontrar la figura que se había formado.
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A veces de una forma, se hacía otra y otra y otra y otra, terminando casi siempre en lo obvio: otra nube.
Mis vacas seguían pastando. No se llenaban. Mis animales seguían comiendo.
En tanto, mi mente se enriquecía buscando las formas a las nubes.
El pasatiempo llegaba a su final, cuando los animales pintos que estaban a mi cargo, se aproximaban a las lechugas o a los maíces todos verdes o todos cafés de lo seco del rastrojo.
Mi juego llegaba a su fin. Me iba con ellas, tal vez buscando otro juego, otra forma de pasar el tiempo.
Llegaba Papá Covito. Era hora de volver a casa. Seguramente ya estaba la comida hecha por Mamá Toyita. A casa de las vacas primero, a la de nosotros después.
Ya no cuido vacas. Ya casi no hay vacas en San Gregorio. Había muchas. Casi todas pintas. Casi todas negro y blanco, blanco y negro.
Ya casi no hay maizales. Había muchos.
Si hay nubes, todas las nubes. Ya casi no volteamos a verlas, tal vez no tenemos tiempo, tal vez ya no hagan señores ni leones, ni bigotes, ni perros…
Gracias a las nubes… Me hicieron crecer en mi imaginación.
Gracias a mis vacas… Me hicieron crecer –al menos eso creo- en una responsabilidad.
Ya no hay vacas… Ya no se ve a las nubes…
Los tiempos cambian…
Teníamos dos vacas, –madre e hija- las dos pintas, las dos negro y blanco, las dos sin cuernos, las dos con hambre. Papá Covito y yo, después de desayunar, nos íbamos a Tlalzaltenco, otro nahuatlismo del cual también ignoro el significado, a traer a las vacas -ahí vivían- y después de desatarlas, enfilábamos a San Sebastián.
San Sebastián eran dos chinampas, en las cercanías del pueblo, propiedad de Papá Covito, que llegaban casi desde la “Carretera Nueva” hasta el canal.
Nos íbamos por la vereda, a veces por la de “arriba” y en otras por la de “abajo”. Una y otra nos llevaban a las dos chinampas.
Papá Covito me dejaba ahí, a cuidar a mis vacas, a mis dos vacas. Ahora pienso qué era lo que cuidaba: a los animales o a las verduras y maizales para que no fueran comidos por las vacas. O acaso para que no se las robaran.
En ocasiones tomaba una cañuela o una vara para espantarlas para que no dañaran a nuestros sembradíos o a una propiedad ajena con también maíz o verdura. Nunca les pegué, solo las espanté.
Era bonito estar inmerso en el campo, a veces todo verde, contrastando con el negro y blanco de mis animales, mis queridos animales.
En ocasiones –tal vez muchas- me echaba sobre el pasto, con mi rostro hacia arriba, cruzaba las manos sobre mi nuca, pretendiendo tal vez que fuera una almohada, no tan dura como la tierra, mi tierra. Ahí, con la cara al cielo, me disponía a ver el paso de las nubes, a veces blancas, a veces grises, a veces casi negras, del negro de la lluvia.
Casi todas -sobre todo las blancas- hacían figuras hermosas, fantasiosas. Casi todas tenían forma y si no la tenían, por lo menos existían ellas: las nubes. Entonces, esperaba yo pacientemente a que la nube tomara la forma de un algo: un señor, a veces con bigote, -como Papá Covito- un perro, la cabeza de un león,–como los que yo veía en el circo- un dragón, -que no conocía pero lo imaginaba- una oreja, una cara cerrando un ojo, un caballo, un ente que solo yo conocía, en fin, mi imaginación era activada, muy activada para buscar y encontrar la figura que se había formado.
A veces de una forma, se hacía otra y otra y otra y otra, terminando casi siempre en lo obvio: otra nube.
Mis vacas seguían pastando. No se llenaban. Mis animales seguían comiendo.
En tanto, mi mente se enriquecía buscando las formas a las nubes.
El pasatiempo llegaba a su final, cuando los animales pintos que estaban a mi cargo, se aproximaban a las lechugas o a los maíces todos verdes o todos cafés de lo seco del rastrojo.
Mi juego llegaba a su fin. Me iba con ellas, tal vez buscando otro juego, otra forma de pasar el tiempo.
Llegaba Papá Covito. Era hora de volver a casa. Seguramente ya estaba la comida hecha por Mamá Toyita. A casa de las vacas primero, a la de nosotros después.
Ya no cuido vacas. Ya casi no hay vacas en San Gregorio. Había muchas. Casi todas pintas. Casi todas negro y blanco, blanco y negro.
Ya casi no hay maizales. Había muchos.
Si hay nubes, todas las nubes. Ya casi no volteamos a verlas, tal vez no tenemos tiempo, tal vez ya no hagan señores ni leones, ni bigotes, ni perros…
Gracias a las nubes… Me hicieron crecer en mi imaginación.
Gracias a mis vacas… Me hicieron crecer –al menos eso creo- en una responsabilidad.
Ya no hay vacas… Ya no se ve a las nubes…
Los tiempos cambian…