martes, 14 de julio de 2009

La lluvia, mis barcos…

Hoy, hoy merito, por la madrugada estaba lloviendo muy fuerte.

Hoy estoy en Álamos, plácidamente recostado en mi cama, pero escucho la lluvia, casi la veo, como ha tiempo yo la veía en mis años mozos -muy mozos- en San Gregorio.

Hace tiempo, alguna tarde, cuando vivía en San Gregorio, también llovía, también muy fuerte, también había rayos, también había truenos.

Después, al terminar de llover, en Tecalco, me asomaba por el barandal, por la ventana de la sala o por la puerta enorme de la casa para ver algo que me gustaba: el paso del agua, toda rápida, toda sucia, toda entierrada, arrastrando con ella pequeños “barcos” de hojas secas, hojas frescas, algunas basurillas o de simplemente un algo que flotara y que, a manera de barco, corría y corría hacia allá, sobre la “venida”.

Le llamábamos “venida” al paso del agua después de la lluvia.

A veces la “venida” cubría todo lo ancho de la calle y el agua, el paso del agua era bastante más veloz.

Decíamos que venía del “Camino Real”, que venía de la Barranca.

Era mucha agua, pero mucha. Era toda el agua de lluvia que bajaba de los cerros del sur del pueblo y que bajaba (y aún lo hace) buscando su nivel o su final: las zanjas y el canal. Ese era su fin. Era lo que buscaban las aguas: más agua.

No sé quién me enseñó. Posiblemente tío Arturo o Papá Simón o Mamá Ofe o la Nena –mi hermana- o Papá Covito. No lo sé. Pero sí sé que aprendí.

Aprendí pues, a hacer una de mis primeras papirolas: barquitos de papel.

Utilizaba los cuentos (historietas) que tío Arturo compraba. Parece ser que el tal cuento se llamaba: “Muñequita”. Cortaba las hojas y del tamaño de la tal hoja, la doblaba y la doblaba y la doblaba y después simplemente jalaba, le daba su forma para que no se hundiera y quedaba ya mi papirola, mi barquito, mi barco.

Por supuesto algunas ocasiones, los hacía de diferentes tamaños.

Tampoco recuerdo cómo aprendí o quién me enseñó o tal vez yo, por curiosidad o por accidente, hice otro doblez más y me quedó otro barco, ahora de tres velas. Era más bonito, solo que un poco más difícil de jalar, a veces se rompía.

No llovía. Hacía dos o tres o siete o diez o… muchos. De diversos tamaños. De una vela o de tres velas. Cuando lloviera, cuando bajara la “venida”, cuando pasara frente a mi casa, mi flota ya estaba lista, dispuesta a navegar.

Y llovía y llovía y llovía y dejaba de llover. Ahora, a salir con toda mi flota, con todos mis barcos, mis barquitos, chicos, grandes o medianos para depositarlos ahí, sobre el agua, sobre la “venida” y… ¡allá van! navegando y después otro y otro y otro hasta que mi flota, toda mi flota terminaba.

El último que botaba se veía grande. El primero era tan pequeño, pero tan pequeño que ya casi no se veía y a veces, efectivamente ya no se veía. Pero no se hundía, seguía flotando, seguía navegando.

Ese fue otro de mis juegos, otro de mis pasatiempos, otro de mis juegos que recuerdo con mucho cariño y con un dejo de nostalgia…

Pasó el tiempo.

Fui a Acapulco. Aún era pequeño y me subí a un barco bastante, bastante más grande que los míos hechos de papel de una hoja del cuento de “Muñequita”.

Pasó el tiempo.

Fui a Japón, ya era un adulto joven y me subí a un barco bastante, bastante más grande que los de Acapulco…

Ya casi no se hacen barcos de papel…

Ya casi no se hacen papirolas…

Ya no existe la Barranca…

Ya no existe parte del “Camino Real”…

Ya no vemos, ya no observamos a las hojas, -frescas o secas- a los palitos, a las ramillas que flotan en la bajada del agua de los cerros, de la “venida”…

Los tiempos cambian…

1 comentario:

  1. Hola papito:

    Con el relajo de Pon no había entrado a tu blog, pero ya estoy al corriente.

    Leerte, es un regalo hermoso.

    He comentado que es como si hicieras a un lado esa armadura que ví por tanto tiempo sobre tí.

    Gracias por compartir esto tan valioso.

    Nuevamente felicidades.

    ResponderEliminar