martes, 4 de agosto de 2009

Mis juegos, mis canicas...

En San Gregorio, -en 1950 o antes- uno de los juegos también muy importantes, eran las canicas.

Había en el pueblo, dos tipos de canicas:

Unas de barro y otras de vidrio.

Las de barro, simple y llanamente se llamaban así: de barro. Obviamente. Eran también de colores, acaso pintadas con anilinas. Eran las más baratas. El precio… no lo recuerdo, pero sí, eran las más económicas. Una distracción para alguno de nosotros, era romper con una piedra o un martillo la canica, con cierto cuidado; ahí dentro, había una caniquita mucho más pequeña, ésa, de color de barro, de color de tierra.

Las de vidrio, había varias y se llamaban:

Invitaciones. Las invitaciones sí tenían diferentes nombres, de los que me acuerdo son:

Las de color rojo se llamaban Gallitos o Diablitos.

Las transparentes –de colores- eran Agüitas.

Las grandes, las más grandes de tamaño, llevaban el nombre de: Bombolas o Toninas.

Por lógica, eran más caras. Eran de vidrio.

Algún niño tenía uno o dos balines. Era válido tirar con balines, obviamente al contrario se le enviaba más lejos o se le rompía su canica. Pero también era peligroso jugar con él, porque el peso hacía que no corriera mucho. Por tanto, por todos esos inconvenientes casi no eran usados los balines. También había varios tamaños: tamaño “canica” o más pequeño y tamaño “bombola”.

Dentro del juego, en ocasiones, teníamos una canica especial para tirar: era nuestro Tirito. Si el tirito era muy bueno, entonces a nuestro tirito, le llamábamos: Vagariota.

Un sinónimo de canica o canicas era: cuiria o cuirias, según el caso.

Había también diferentes formas de tirar:

De a coscos: con la mano empuñada, el pulgar dentro de los dedos, poníamos la canica entre el dedo pulgar, en la primera falange y el dedo índice, entre la segunda y tercera falange, hacíamos fuerza en el pulgar, lo estirábamos y la canica salía hacia adelante. Era lo más usual.

De a uñita: era casi igual, sólo que en lugar del huesito del dedo pulgar, se utilizaba la uña. Tenía mucho menos fuerza la canica y, además había cierta burla a los que jugaban así: tiraban como nenas, tiraban como niñas, tiraban como viejas. Sin embargo, en ocasiones era conveniente, porque –efectivamente- no queríamos fuerza en la canica.

De a cuernos: con la mano abierta, uníamos el dedo medio con el pulgar, la canica se ponía entre las uñas, el dedo medio abajo, el pulgar arriba y se estiraba con fuerza el dedo medio. La canica salía disparada hacia adelante. Realmente era la forma más fuerte de tirar, se usaba para mandar al contrario más lejos o al Tiro para matarlo, por ejemplo.

Había tiempos para nuestros juegos. Para variar no recuerdo los meses o los tiempos en que se jugaban canicas (ese pretexto de mis operaciones o mi realidad de los olvidos… es igual). Lo que sí recuerdo es que todos los niños –o casi todos- traíamos canicas en nuestras bolsas, hasta que se agujeraban. Mamá, tal vez no tenía tiempo de coser nuestra bolsa o no nos atrevíamos a pedirle que nos parchara el hoyo originado principalmente por el peso de nuestras canicas. Entonces, la gran solución era buscar un calcetín –generalmente viejo, agujerado o sin par- y ahí en el calcetín, guardaba o guardábamos nuestros tesoros, nuestras canicas. Si estaba con agujero, como podíamos lo cosíamos y el problema se había solucionado.

Para guardar nuestras canicas en casa, utilizábamos una botella de vidrio, generalmente de vino, –no había de plástico- por supuesto donde cabían por la boca nuestras cuirias. Las grandes seguían en el calcetín o en nuestras bolsas. En ocasiones alguien tenía una bolsita de tela, un morralito, con su jareta para cerrar y que no dejara escapar nuestras canicas.

Una cosa que no “entiendo”, es que al término de algún juego, en ocasiones, cada uno de nosotros contaba sus canicas y… ¡todos ganaban…! ¿Quién habría perdido…?

Ya casi no hay canicas.

Ya no hay juego de canicas.

Las que hay son para otro tipo de juegos, como Damas Chinas.”Canicas” en las ferias, en donde hay puestos con tableros con orificios numerados: del tiro se avientan las canicas y según en los números que caigan y después de sumarlos, se supone que el premio es el que te marca la exhibición. Se pueden cambiar los premios, si no te gusta el que ganaste, lo puedes cambiar por otro semejante. Se pueden cambiar… Entonces, ¿para qué se cuentan…?

Ya casi no hay canicas…

Ya no se juegan canicas…

Ya no hay calcetines nones o agujerados llenos de canicas…

Ya no hay canicas de barro… Afortunadamente yo conservo una que otra canica de barro.

Los tiempos cambian…

lunes, 27 de julio de 2009

Nombres, sobrenombres, amor…

En ocasiones, en muchas, he pensado que no debería haberlo hecho. Acaso se pudiese pensar en una falta de respeto a todas las personas que les he llamado así. Y también, en más de una, pienso que no es faltarle el respeto a ellas, a nadie. Creo que fue y será, otra forma de demostrar mi afecto, mi cariño, mi amor…

Sí, es cierto, muy cierto que hace mucho tiempo lo hago.

A Mamá Ofe y a Papá Simón les decía: Mano.

Tal vez, a principios de los años sesentas, descubrí un programa de radio: “La Tremenda Corte”, por supuesto, con “Tres Patines”. Él, “Tres Patines”, le llamaba a su novia “Cucusa”. A Sara Esther, le llamé algo parecido: Pupusa.

A Laurita, Laura Irene, mi primera hija le llame igual: Pupusa. A mi segundo hijo, Rubencito, Rubén David le llamé: Grillo. Al tercero, César Edgar, le llamé: Eddy, creo que es de los menos peor…

A Virginia, Vicky, le llamé: Viyi, Viyi, Viyi, para después cambiarlo por: Viyipú.

A mi hija Adriana, le llamé Adiposa y después Addy, también de los menos peor… A Citlali del Rocío, mi otra hija, le llamé: Agujeta (ya le decían Pollo y le seguimos diciendo).

A mi hijo César, le llamé: Cheto, aunque ya tiene un sinfín de derivados: Chetón, Chetín, Toche, Chetonil, Chetónico, Chetón Bombón, Chetín Bombín, Chetínico.

A mi hija Ana Ofelia le llamé: Pelusa y también –igual que Cheto- tiene muchos derivados: Pelus, Pelocha, Peluchín, Pelucha, Peluchina, Peluchón, Peluche. A más de los diminutivos.

Después, a César, le puse Peluso… Y a Ana Ofelia Cheta… También con todos sus derivados.

Y además, continué con mis nietas. A Andrea Paulina le llamé: Monis y después, Monis Monita.

A Brenda Gabriela, le puse Gomita. Y por último, a Sheila Alejandra, yo le llamé Chila.

Parece ser que hay un mínimo contagio: Cheto me llama Mano, Manito o Mano Manito.

Estoy totalmente seguro que lo hace con mucho respeto y amor hacia mí.

Y es por demás decir –pero lo diré- que yo les llamé, les llamo y les llamaré así por todos y cada uno de mis días, con mucho pero mucho amor, y con mucho pero mucho respeto.

Antes –y tal vez aún- eran o son sobrenombres, eran son apodos o alias. En mí nunca lo serán, nunca lo han sido. Simplemente son unas formas de amar…

Los sobrenombres –éstos- no son tales, se cambiaron por amor, se cambiaron con amor…

Los tiempos cambian…

lunes, 20 de julio de 2009

Nuestro niño Dios, mi niño Dios...

Es una historia algo grande o muy grande de contar. Trataré de ser breve, de ser muy breve.

Es un Niño un tanto extraño, un tanto raro y hermoso, muy hermoso, bello, muy bello: Es de bulto, no es fotografía. Tiene algo menos de 40 centímetros de altura. Está de pie, apoyado en su Piernita derecha, en tanto que su Piernita izquierda, está un poco alzada, como si fuera a dar o estuviese dando un paso. Su Manita derecha está alzada, como fuese a iniciar una Bendición, la Manita izquierda simplemente suelta. Tiene su Pelo rizado, chino, negro. Sus Ojitos vivos, muy vivarachos, al fin Niño. Su Carita, toda, me da una tranquilidad y una paz muy hermosa, muy bonita. Sobre la Cabecita, sobre su Pelo, tiene sus Tres Potencias una cosa un tanto extraña en un Niño Dios.

Sus formas de vestir, muy, pero muy singulares: Usa huarachitos, pantaloncitos, chaleco y saquito y extrañamente pegados el uno con el otro, camisita y lleva, por último, una capa hasta por debajo de sus Rodillitas.

Está paradito sobre una base de madera con una especie de taquete hacia arriba, donde mi Niño, con hoyito en su Piecito, se introduce para ya quedar de pie.

Su historial, lo que yo sé, lo que me platicó Mamá Ofe y sobre todo de lo que me acuerdo, es esta:

Mamá Bruna, (creo que abuelita de papá Covito) fue la que primero lo poseyó, me refiero de la familia. Parece ser que en las revueltas iniciales de la Revolución.

Por supuesto, quedó después a cargo de mamá Clarita (mamá de papá Covito) para posteriormente quedara en manos de mamá Toyita y papá Covito.

Después de muchos años, mamá Toyita decidió darlo a Mamá Ofe.

Ella, Mamá Ofe, lo trajo a Álamos, –nuestra casa- y lo mandó a restaurar a un convento. Le faltaba un Dedito. Lo pusieron muy guapo, -diría Pelusa- le hicieron ropita nueva, siempre conservando la “original”, la traía desde que está con la familia.

En el mismo convento, le dieron a Mamá Ofe su Historia, no recuerdo si platicada o en por escrito. No sé donde podría estar. Pero va ser igual: ¡No sé ya nada!

Le dijeron su nombre, su historia, sus accesorios, (no los traía, parece ser que una rama).

Le faltaba un huarachito y una o dos Potencias. Mamá Ofe también se las mandó hacer de plata, con baño de oro. Quedó muy bonito, como nuevo. Quedó muy guapo.

Ya restaurado, con su ropa nueva, sus huarachitos y Potencias, le mandó a hacer un capelo y una base para el tal capelo. Su lugar fue sobre el buró de Mamá Ofe.

Cuando tenemos un algo que solicitar a nuestro Niño, se lo pedimos, se lo solicitamos y creo que nos lo ha concedido. Algunas de ellas, todas importantes, todas significativas, todas trascendentes, han sido –entre muchas más- las entradas mías y de mis hijos a las escuelas, el alivio de enfermedades, mis operaciones, el cuidar a Cheto en Europa las dos ocasiones y traerlo a casa con bien y otras más, muchas más que le he pedido y se me han concedido.

Al fallecer Mamá Ofe, lógicamente se quedó nuestro Niño en casa y yo me hice cargo ya de Él.

Le mandé a hacer una repisa, para que estuviera arriba de mi cama, en mi cabecera. Y ahí está y desearía que continúe ahí.

Es mi esperanza, es mi gran deseo, que ahora, después de mí, quede a cargo de Él, Pelusa, con la mentalidad de que lo cuide y lo quiera tanto o más que Mamá Ofe y yo.

Pero siempre con la idea de que es de todos, de toda nuestra familia.

Esa, esa es la mínima historia de nuestro Niño Dios.

Según mis cuentas, ya son seis generaciones: mamá Bruna, mamá Clarita, mamá Toyita, Mamá Ofe, yo y en su momento Pelusita.

Seis descendencias, seis momentos diferentes…

Seis familias, una familia…

Los tiempos cambian…

martes, 14 de julio de 2009

La lluvia, mis barcos…

Hoy, hoy merito, por la madrugada estaba lloviendo muy fuerte.

Hoy estoy en Álamos, plácidamente recostado en mi cama, pero escucho la lluvia, casi la veo, como ha tiempo yo la veía en mis años mozos -muy mozos- en San Gregorio.

Hace tiempo, alguna tarde, cuando vivía en San Gregorio, también llovía, también muy fuerte, también había rayos, también había truenos.

Después, al terminar de llover, en Tecalco, me asomaba por el barandal, por la ventana de la sala o por la puerta enorme de la casa para ver algo que me gustaba: el paso del agua, toda rápida, toda sucia, toda entierrada, arrastrando con ella pequeños “barcos” de hojas secas, hojas frescas, algunas basurillas o de simplemente un algo que flotara y que, a manera de barco, corría y corría hacia allá, sobre la “venida”.

Le llamábamos “venida” al paso del agua después de la lluvia.

A veces la “venida” cubría todo lo ancho de la calle y el agua, el paso del agua era bastante más veloz.

Decíamos que venía del “Camino Real”, que venía de la Barranca.

Era mucha agua, pero mucha. Era toda el agua de lluvia que bajaba de los cerros del sur del pueblo y que bajaba (y aún lo hace) buscando su nivel o su final: las zanjas y el canal. Ese era su fin. Era lo que buscaban las aguas: más agua.

No sé quién me enseñó. Posiblemente tío Arturo o Papá Simón o Mamá Ofe o la Nena –mi hermana- o Papá Covito. No lo sé. Pero sí sé que aprendí.

Aprendí pues, a hacer una de mis primeras papirolas: barquitos de papel.

Utilizaba los cuentos (historietas) que tío Arturo compraba. Parece ser que el tal cuento se llamaba: “Muñequita”. Cortaba las hojas y del tamaño de la tal hoja, la doblaba y la doblaba y la doblaba y después simplemente jalaba, le daba su forma para que no se hundiera y quedaba ya mi papirola, mi barquito, mi barco.

Por supuesto algunas ocasiones, los hacía de diferentes tamaños.

Tampoco recuerdo cómo aprendí o quién me enseñó o tal vez yo, por curiosidad o por accidente, hice otro doblez más y me quedó otro barco, ahora de tres velas. Era más bonito, solo que un poco más difícil de jalar, a veces se rompía.

No llovía. Hacía dos o tres o siete o diez o… muchos. De diversos tamaños. De una vela o de tres velas. Cuando lloviera, cuando bajara la “venida”, cuando pasara frente a mi casa, mi flota ya estaba lista, dispuesta a navegar.

Y llovía y llovía y llovía y dejaba de llover. Ahora, a salir con toda mi flota, con todos mis barcos, mis barquitos, chicos, grandes o medianos para depositarlos ahí, sobre el agua, sobre la “venida” y… ¡allá van! navegando y después otro y otro y otro hasta que mi flota, toda mi flota terminaba.

El último que botaba se veía grande. El primero era tan pequeño, pero tan pequeño que ya casi no se veía y a veces, efectivamente ya no se veía. Pero no se hundía, seguía flotando, seguía navegando.

Ese fue otro de mis juegos, otro de mis pasatiempos, otro de mis juegos que recuerdo con mucho cariño y con un dejo de nostalgia…

Pasó el tiempo.

Fui a Acapulco. Aún era pequeño y me subí a un barco bastante, bastante más grande que los míos hechos de papel de una hoja del cuento de “Muñequita”.

Pasó el tiempo.

Fui a Japón, ya era un adulto joven y me subí a un barco bastante, bastante más grande que los de Acapulco…

Ya casi no se hacen barcos de papel…

Ya casi no se hacen papirolas…

Ya no existe la Barranca…

Ya no existe parte del “Camino Real”…

Ya no vemos, ya no observamos a las hojas, -frescas o secas- a los palitos, a las ramillas que flotan en la bajada del agua de los cerros, de la “venida”…

Los tiempos cambian…

lunes, 6 de julio de 2009

Papá, abuelito, abuelo…

Papá Covito y mamá Toyita eran los dueños de la casa de Tecalco. Ahora le llamamos simplemente “La 21”, porque está en la calle 21 de Marzo, en el pueblo de San Gregorio Atlapulco, en Xochimilco.

Son mis abuelitos maternos. Era común que en esos tiempos no “existían” los abuelitos. Todos eran papá y mamá.

Yo, desde siempre les he llamado: papá Covito y mamá Toyita. El nombre de papá Covito era Maclovio y de mamá Toyita, Victoria. Nunca les llamé así. Nunca les dije abuelito o abuelita. Así me enseñaron, así aprendí, así me acostumbré, así me ha gustado.

Y yéndonos más atrás en el tiempo, la abuelita de papá Covito creo que se llamaba Bruna, (no estoy seguro de ese nombre) los papás de papá Covito eran: Faustino y Clara y los papás de mamá Toyita eran: Félix y Juana. De forma tal, que eran: mamá Bruna, (recalco, no estoy seguro) papá Tino, mamá Clarita, papá Felicito y mamá Juanita. Por supuesto no los conocí, pero eran papá… y mamá…

En verdad, mis bisabuelitos paternos, tampoco los conocí y lamentablemente ignoro sus nombres o no los recuerdo (ese pretexto de mis operaciones o mi realidad de los olvidos… es igual). Los nombres de los papás de mi papá eran: Simeón y Petra. Eran papá Simeón y mamá Pechi, sí conocí a mamá Pechi, ya no a papá Simeón.

Todos los nombres debían ser en diminutivo, acaso en señal de cariño y de respeto.

Y hablando de respeto, los hijos de cada uno de ellos, debían llamar o decir de “usted” a sus papás. A mí ya no me tocó. A papá Covito, mamá Toyita y mamá Pechi los tuteaba, nunca les llamé de “usted”, pero creo, casi estoy seguro, que tutear siempre fue respetuoso. Mamá Ofe y mis tíos paternos sí les llamaban de “usted” a sus papás, a papá Covito y mamá Toyita.

Ahora los pequeños, en general, les llaman abuelitos y en ocasiones abuelos a los padres de sus papás. A mí no me gusta. A mí, a decir verdad, me molesta. Se me hace una falta de respeto y en ocasiones, hasta una palabra dicha en forma muy despectiva. Es lo que yo pienso. Puedo equivocarme.

También, a veces, se les llama por su nombre a los papás, o a los papás de los papás. No agrada. Soy antiguo.

Agradezco a mis hijos, a todos, a más de otras personas, que han respetado mi punto de vista en ese aspecto, de forma tal, que es: Mamá Ofe, Papá Simón, papá César, papi… o Chía papá. (Chía papá me gusta mucho. Te lo agradezco Gomita).

Nuevamente gracias.

Papá… abuelo…

Los tiempos cambian…

martes, 30 de junio de 2009

Mis vacas, mis nubes...

Yo era pequeño. No recuerdo la edad, tal vez cinco u ocho años, pero era pequeño. Vivía en San Gregorio, en la casa de Papá Covito y Mamá Toyita. En ese tiempo le llamábamos Tecalco, palabra náhuatl cuyo significado, lamentablemente no lo sé o lo he olvidado. Es lo mismo.

Teníamos dos vacas, –madre e hija- las dos pintas, las dos negro y blanco, las dos sin cuernos, las dos con hambre. Papá Covito y yo, después de desayunar, nos íbamos a Tlalzaltenco, otro nahuatlismo del cual también ignoro el significado, a traer a las vacas -ahí vivían- y después de desatarlas, enfilábamos a San Sebastián.

San Sebastián eran dos chinampas, en las cercanías del pueblo, propiedad de Papá Covito, que llegaban casi desde la “Carretera Nueva” hasta el canal.

Nos íbamos por la vereda, a veces por la de “arriba” y en otras por la de “abajo”. Una y otra nos llevaban a las dos chinampas.

Papá Covito me dejaba ahí, a cuidar a mis vacas, a mis dos vacas. Ahora pienso qué era lo que cuidaba: a los animales o a las verduras y maizales para que no fueran comidos por las vacas. O acaso para que no se las robaran.

En ocasiones tomaba una cañuela o una vara para espantarlas para que no dañaran a nuestros sembradíos o a una propiedad ajena con también maíz o verdura. Nunca les pegué, solo las espanté.

Era bonito estar inmerso en el campo, a veces todo verde, contrastando con el negro y blanco de mis animales, mis queridos animales.

En ocasiones –tal vez muchas- me echaba sobre el pasto, con mi rostro hacia arriba, cruzaba las manos sobre mi nuca, pretendiendo tal vez que fuera una almohada, no tan dura como la tierra, mi tierra. Ahí, con la cara al cielo, me disponía a ver el paso de las nubes, a veces blancas, a veces grises, a veces casi negras, del negro de la lluvia.

Casi todas -sobre todo las blancas- hacían figuras hermosas, fantasiosas. Casi todas tenían forma y si no la tenían, por lo menos existían ellas: las nubes. Entonces, esperaba yo pacientemente a que la nube tomara la forma de un algo: un señor, a veces con bigote, -como Papá Covito- un perro, la cabeza de un león,–como los que yo veía en el circo- un dragón, -que no conocía pero lo imaginaba- una oreja, una cara cerrando un ojo, un caballo, un ente que solo yo conocía, en fin, mi imaginación era activada, muy activada para buscar y encontrar la figura que se había formado.



A veces de una forma, se hacía otra y otra y otra y otra, terminando casi siempre en lo obvio: otra nube.

Mis vacas seguían pastando. No se llenaban. Mis animales seguían comiendo.

En tanto, mi mente se enriquecía buscando las formas a las nubes.

El pasatiempo llegaba a su final, cuando los animales pintos que estaban a mi cargo, se aproximaban a las lechugas o a los maíces todos verdes o todos cafés de lo seco del rastrojo.


Mi juego llegaba a su fin. Me iba con ellas, tal vez buscando otro juego, otra forma de pasar el tiempo.

Llegaba Papá Covito. Era hora de volver a casa. Seguramente ya estaba la comida hecha por Mamá Toyita. A casa de las vacas primero, a la de nosotros después.

Ya no cuido vacas. Ya casi no hay vacas en San Gregorio. Había muchas. Casi todas pintas. Casi todas negro y blanco, blanco y negro.

Ya casi no hay maizales. Había muchos.

Si hay nubes, todas las nubes. Ya casi no volteamos a verlas, tal vez no tenemos tiempo, tal vez ya no hagan señores ni leones, ni bigotes, ni perros…

Gracias a las nubes… Me hicieron crecer en mi imaginación.

Gracias a mis vacas… Me hicieron crecer –al menos eso creo- en una responsabilidad.

Ya no hay vacas… Ya no se ve a las nubes…

Los tiempos cambian…

martes, 23 de junio de 2009

¿Estrés o enojos...?

Hace algunos años acudí a la Clínica Narvarte, del ISSSTE -mi clínica- por supuesto, a consulta. Estando ya con mi doctora le comenté algo sobre lo que tenía cierta inquietud: mi mamá había fallecido de cáncer en el páncreas; mi papá también había tenido la misma enfermedad, sólo que en el estómago, también causándole la muerte.

Eso era motivo de preocupación mía, porque obviamente yo soy propenso a tal enfermedad.

Después de auscultarme y después de una, dos o tres consultas, decidió enviarme a una Clínica de Especialidades. Me correspondía la Clínica Churubusco.

Inicié, pues los tediosos trámites y tras esperar algún tiempo, -dos o tres meses- llegué ya a Gastroenterología, con mi médico especialista. Le comenté a él también mi inquietud, de la posibilidad de tener yo la enfermedad, causa de la muerte de mis padres, mis queridos padres. Él me dio medicamentos, me mandó estudios, sacar citas para éstos, esperar, llevar los resultados, la cita con el médico, leer –o medio leer mi expediente- y que otro estudio… y que ahora cita con el doctor, medicamentos y… bueno pasó mucho tiempo, muchos meses, acaso años.

El diagnóstico era: esófago de Barrett. Entendí que era muy probable que después eso, se convirtiera en lo más temible para mí: cáncer.

Al fin, el médico de la Clínica de Especialidades decidió enviarme a hospital, porque según él, era conveniente, o mejor dicho, necesario someterme a una intervención quirúrgica. Fui remitido al Hospital “Dr. Darío Fernández Fierro”, sito en Barranca del Muerto. Así lo conocemos: el Hospital de Barranca.

Para mí, fue muy triste y lamentable escuchar esa noticia.

Volver a tener otra operación, acaso tan complicada como las anteriores, volver a un hospital, ver enfermos en sus camas, enfermeras, agujas, -aún hoy me dan temor- médicos, algunos de ellos no muy profesionales, - como el “Doctor Chapatín” del Hospital “20 de Noviembre”- a más del riesgo, poco o mucho que ello implicaba. Todo eso me hizo pensar infinidad de cosas, casi todas malas, nefastas, tal vez ya no tolerables por mí.

Todos esos pensamientos causaron en mí una depresión muy grande. Las lágrimas afloraron a mis ojos y más aún, porque en ese momento y los subsecuentes, no sentí el apoyo de las personas que están conmigo en casa o fuera de ella.

Cuando alguien vio mi depresión o se enteró de mi estado de salud, ahora sí, efectivamente, me llegaron muestras de cariño, de afecto, de amor, de apoyo de algunas personas: échale ganas, todo va a salir bien, no te preocupes, estoy contigo, en fin, todo lo demás que se pueda imaginar.

Mi estado de ánimo empezó a cambiar. Mis pensamientos ya no eran tan desagradables, tan pesimistas, tan negativos.

Empezaba a digerir lo que estaba ocurriendo.

Seguí pues con mis consultas externas ya en el hospital, pensando que todo ello estaba encaminado a mi intervención quirúrgica.

Después de estudios, análisis y más consultas, me reafirmaron que dicha operación se debía realizar. Me pasaron ya con el médico cirujano, tal vez aquél que me iba a operar.

Para estos momentos, para estos días, para estas semanas y acaso para estos meses, mi mente ya estaba diferente. Yo ya había digerido el hecho de que si era necesaria o conveniente esa operación, debía realizarse y todo estaría en Manos de Dios, de mi Niño Dios.

Creo y casi estoy seguro, de que mi depresión había bajado enormemente.

Hace algo más de un mes, estando en la computadora escribiendo, sentí un mínimo adormecimiento en mi brazo derecho. A los pocos días, sentí mareos instantáneos -ahí mismo, en el banco de la computadora- y ya después, un poco más preocupante, empecé a sentir hormigueo en mi rostro. Posteriormente, cierto tic en la parte baja de la mejilla izquierda.

Al otro día, el hormigueo de la cara prácticamente duró todo el día, aún no estando en la computadora.

Me preocupé un poco más y solicité cita con el Dr. Rodríguez, el neurocirujano que me atendió en mi última operación y que hasta hoy me hace el favor de atender.

Yo pensaba que todo era a causa de la computadora, por el movimiento que hacían mis ojos sobre el teclado buscando las letras adecuadas y voltear a ver al monitor para ver si lo escrito era lo que decía mi cuaderno o mi borrador de lo que yo pretendía hacer.

La opinión del Dr. Rodríguez no coincidía con nada de lo que yo pensaba que era la causa de mis malestares. No, no era el hecho de estar trabajando frente al aparato. No.

El punto de vista del doctor, era que yo tenía simplemente estrés, mucho estrés.

Sería posible que la opinión dada en el hospital, mi próxima operación del supuesto esófago de Barrett, fuese la causa de mi preocupación, de mi estado de ánimo, de mi estrés, de mis enojos, que tal vez o mejor dicho, habían aumentado.

Sí, así era, ya estaba más irritable.

Yo pienso, yo creo, que la operación no es la causante de mi estado de ánimo, de mi estrés. Pienso, creo y casi lo afirmo, que ese problema ya lo he digerido, ya lo he asimilado.

Quiero pensar que mi estado de ánimo se debe a otra causa muy diferente. Yo pienso que mi edad, -sesenta y cuatro años y contando- también es motivo de mi estado. Mi irritabilidad, que desde hace mucho tiempo existía, parece ser que fue aumentada, según lo que yo he vivido, a partir de mis intervenciones quirúrgicas cerebrales.

Creo que el estar viejo ya implica muchas cosas, al menos en mi caso, o mejor dicho, en mi caso.

En los cursos a los que he asistido de “Cuidadores de Ancianos” aprendí –se supone- algunas cosas para mí importantes. Entre ellas, que a los viejos, a los ancianos, ya no se les atiende, al menos como antes. Creo que por ahí anda mi posible estrés.

Aprendí también –se supone- que los viejos, que los ancianos, son chantajistas. Creo que no es mi caso. No es mi caso.

Pero creo que sí es mi caso el hecho de que no se me atienda, no se me entienda, no se me obedezca, no se me escuche, o se finja no escuchar o efectivamente, que no se me escuche, o se me escuche, pero se haga otra cosa diferente. En ese caso, por favor, decir que no se escuchó, que no se entendió sería lo más cómodo para todos, sobre todo para mí. Quisiera aclarar el término “atienda”: atienda, como sinónimo de entender.

Intentaré explicarme:

-Levanta el vaso… Levanta el vaso… levanta el vaso.

-Levanta el vaso… Por favor, el vaso… Levanta el vaso… Por favor…

Y no se atiende, o se atiende al revés, o no se entiende, o se hace una parte, en fin, no se hace.

En los talleres o cursos aprendí, -se supone- que hay tres formas de solucionar:

---Levanta el vaso. Levanta el vaso por favor. Y no se hace caso. ¡Pues levántalo tú!

---Levanta por favor el vaso. Levanta el vaso. Y no se hace. ¡Pues que no se levante!

---Por favor levanta el vaso. Levanta el vaso. Ese vaso, levántalo. Levanta el vaso. Levanta el vaso. Por favor, el vaso. El vaso. Levanta… Y no se hace… ¡Ni se va a hacer!

Sigue insistiendo, pero no se va a hacer. Tú, solamente tú, te estás perjudicando. Tu cuerpo lo va a resentir: tu hígado, tu mente, tu enojo, tu comer, tu estómago, tu riñón, tu bilis, tu…

Entonces, -igual que creo que todos ustedes lo harían- he optado por la primera y segunda opciones. Aunque, a decir verdad, mi enojo está ahí, pero… bueno, siento que mi enojo, al no insistir en tantas ocasiones en lo mismo, no aumenta.

La impotencia que se siente es enorme, al no ser atendido, al no ser obedecido.

Es triste… puede originar depresión… puede originar estrés…

¿Enojo… estrés… impotencia…? No lo sé. Sólo sé que es parte de la vida…

Así pues, adelante, esa es la vida, esta es la vida, ese es el paso de los años…

Los años del anciano cambian…

Los tiempos cambian…